(Español) Prematuro
Una historia de E.U.
Desde el momento en el que mi pareja y yo decidimos tener un hijo comencé a imaginar y tratar de anticipar cómo serían los distintos aspectos del embarazo, parto y crianza. En lo relativo a la lactancia, tenía claro que la materna era mi primera opción, pero también que si surgía alguna dificultad no tendría ningún reparo en pasarme al biberón. Conocía en mi entorno muchos bebés criados con leche de fórmula (incluidos mi pareja y yo misma) debido a que sus madres se habían encontrado con obstáculos o a que habían considerado que amamantar es demasiado esclavo. De manera que, aun admitiendo los beneficios de la lactancia materna, esta otra opción me resultaba muy cercana.
Es común, sin embargo, que las cosas no ocurran como uno se las había representado, e intuyo que es especialmente habitual en el caso de la maternidad-paternidad. Nunca imaginé que perdería el bebé en mi primer embarazo, ni que durante los primeros meses de mi segundo embarazo me encontrarían una lesión que pondría en juego su continuidad, y menos aún que superado lo anterior y tras un embarazo absolutamente ejemplar el niño nacería prematuro y por cesárea urgente debido a una infección muy poco frecuente. Desde el primer momento, nada fue como yo lo esperaba.
No pude reencontrarme con mi hijo hasta pasado un día entero tras su nacimiento; y un día entero puede ser muy largo. Cuando los médicos nos lo permitieron, mi pareja me acompañó hasta la sala de neonatología y me acercó a la cunita en la que estaba él. Al cogerlo por primera vez en brazos no podía dejar de sonreír y llorar simultáneamente mientras trataba de susurrarle palabras y melodías que pudieran resultarle familiares. Con una tremenda ambivalencia, oscilaba entre la alegría de saber que se encontraba bien y una amarga sensación de lejanía y frialdad: me era muy difícil sentirme repentinamente unida a aquel niño en el que no lograba reconocer claramente nada mío y cuando algo me decía que yo debía seguir embarazada (lo único que me pareció intensamente cercano y emotivo fue su olor, delicioso y perfecto). Y era peor aún la ideación inevitable de que para mi hijo yo podía también resultar una extraña, tener el mismo significado que las numerosas enfermeras y auxiliares que lo atendían y compartían con él bastante más tiempo que yo.
Con un inicio tan inesperado y alejado de como lo había imaginado ¿por qué se iban a cumplir mis planes en relación con la lactancia? El primer contacto con la idea de amamantar fue pocas horas después del nacimiento de mi hijo, antes incluso de habernos visto, cuando la enfermera de lactancia vino a traerme una máquina de extracción de leche y a explicarme qué debía hacer para ayudar a mi cuerpo a provocar la “subida”. Me encontraba físicamente agotada y emocionalmente aturdida: todavía no entendía cómo había terminado dando a luz cuando lo último que yo había planificado era salir a cenar con unos amigos; el niño estaba ingresado dos pisos más abajo y no había tenido posibilidad de verlo-tocarlo-olerlo ni sabía cuándo podría hacerlo; mis familiares cercanos me hablaban de un bebé cuya existencia separado de mí me costaba integrar; sentía dolor al intentar moverme y sensaciones extrañas aun estando quieta; no reconocía mi propia imagen corporal sin la redonda barriga de la que me había enamorado durante los últimos meses… Sobrepasada por la situación me limité a obedecer a la enfermera sin pensar siquiera en lo que estaba haciendo. Si me hubiera tomado un minuto, quizá aquello me hubiera parecido una tontería, algo secundario dadas las circunstancias, o me hubiera decantado por el biberón como la alternativa más fácil y cómoda… pero simplemente seguí las indicaciones. Mientras tanto, al niño le estaban administrando leche artificial para prematuros en biberón y la prioridad absoluta era que comenzara a coger peso.
Desde las primeras consultas el pediatra nos indicó que aunque inicialmente la alimentación se llevaría a cabo con leche artificial, lo deseable era que tomara mi leche y que tras el alta del bebé sería importante lograr mantener la lactancia materna.
De esta manera, entre visita y visita a neonatología, cada tres horas, realizaba mecánicamente y sin mucha conciencia sesiones de extracción de leche en la habitación. De repente, el segundo día, salió calostro. Primero una gotita, luego otra gotita… ¡aquello me pareció increíble! Yo que no me consideraba preparada para tener tan pronto al bebé, que no me había llegado ni a hacer a la idea, estaba produciendo alimento para él. Al día siguiente conseguí reunir una cantidad suficiente como para que no se secara (hoy sé que debí pedir una jeringa) y pude bajar un biberón. Me sentía un poco avergonzada con aquellos tristes diez o quince mililitros de líquido anaranjado, más aún cuando la enfermera puso cara de fastidio porque habían tenido que sondar al bebé por no tener fuerza para succionar y la dosis de leche correspondiente ya le estaba siendo administrada. Gracias a otra enfermera (más tarde supe que era matrona), que inyectó en calostro por la sonda, sentí que aquello tenía una inmensa importancia para mí y para el niño: si no podía continuar gestando a mi hijo, si no podía volver a metérmelo dentro como visceralmente hubiera deseado, por lo menos podía alimentarlo-cuidarlo-quererlo por medio de aquel líquido que mantenía extrañamente unidos nuestros cuerpos.
Cuando había logrado hacerme al ritmo hospitalario (sacar leche, ducha, desayuno, revisión, neonatología, sacar leche, comida, neonatología, sacar leche, paseo obligatorio…), me dieron el alta. Lo último que hice antes de salir fue sacarme leche y lo primero después de salir, comprar un sacaleches. Si los cuatro días de ingreso me habían parecido ajetreados y agotadores, todo se complicó aún más al volver a casa: no conseguía sacarme leche con el aparato que había comprado, debía establecer una organización para conservar adecuadamente la leche, los desplazamientos al hospital eran más largos… Gracias al apoyo de la matrona y especialmente del grupo que se formaba en la “sala de madres” de neonatología (donde se compartían penas, dudas, trucos, contactos y todo tipo de ayudas varias), pude ir superando cada una de las dificultades.
A pesar de que yo pregunté varias veces, las enfermeras no consideraron adecuado que me pusiera al bebé al pecho hasta que comenzó a succionar nuevamente y le pudieron retirar la sonda. La idea que me transmitía el personal del hospital era que sólo con ofrecerle el pecho mi hijo comenzaría a mamar en algún momento, ya que los niños no tienen que aprender a mamar porque nacen sabiendo. De lo que nadie me habló entonces, es de que los niños nacen sabiendo si no ocurre nada que interfiera en el proceso natural, y la situación en la que nos encontrábamos mi hijo y yo era en muchos aspectos el polo opuesto a lo natural. Así, aunque el niño lo intentaba por todos los medios y con todas sus fuerzas, no lograba engancharse al pecho y el personal sanitario me invitó a dejar de intentarlo para que no se cansara y no dejara de tomar el biberón, con el discurso velado de que tras el alta y en la tranquilidad del hogar, todo sería más fácil. Si hubiera sabido lo que sé ahora y, sobre todo, si me hubiera sentido más fuerte y segura, hubiera encontrado la manera (aun saltándome alguna norma) de, por lo menos, mantener el mayor contacto posible, piel con piel, con el bebé. Pero no tenía conocimiento y argumentos suficientes, ni energía para emprender ninguna batalla, por lo que seguí sacándome leche con aquel aparato al que le había llegado a coger aprecio, ya que me posibilitaba no tener que tirar la toalla en el tema de amamantar y retomarlo más adelante.
Tras recibir el alta, las cosas tampoco transcurrieron como esperaba. Aunque nos llevamos al niño a casa con la orientación expresa de “lograr la lactancia materna a toda costa”, nadie nos dio la más mínima indicación sobre cómo favorecer el tránsito del biberón al pecho. La supuesta tranquilidad de la que disfrutaríamos en la intimidad de nuestra casa no llegó a existir en ningún momento y los intentos de poner al bebé a mamar resultaron incluso más desastrosos que los del hospital. Por todo ello y animados por la matrona, establecimos rápidamente contacto con la Liga de la Leche, con cuyas monitoras iniciamos el verdadero intento de establecer la lactancia materna, dando lugar a un proceso lento y costoso que duró varias semanas.
Debido a las dificultades observadas en la primera sesión, (el niño era muy pequeño, tenía poca fuerza en la succión, la posición de su boca se ajustaba al biberón en lugar de al pezón, etc.) los primeros objetivos fueron el fortalecimiento del instinto de búsqueda del bebé y de la relación madre-hijo mediante el “piel con piel” y la deshabituación del biberón, para lo que nos instruyeron sobre formas alternativas de alimentación. Así, durante las siguientes cinco semanas, mi hijo tomó leche materna con jeringuilla (llegando a convertirse en todo un experto en esta técnica), mientras pasaba prácticamente todo el tiempo pegado a mí. Fueron cinco semanas en las que toda nuestra vida giraba en torno a la leche, a su extracción, conservación y administración, sin poder disfrutar de los aspectos más amables y placenteros de la crianza. Salir a dar un paseo suponía casi correr con el bebé y programar una actividad de más de tres horas suponía una organización digna de un gran evento. Además, tanto el padre como yo nos veíamos obligados a pasar prácticamente toda la noche sin dormir.
Tras varios intentos infructuosos de que se enganchara al pecho, nos las monitoras nos recomendaron hacer la prueba con recursos adicionales (en nuestro caso fisioterapia y pezoneras). Cuando empezaba a dudar de que mi hijo pudiera llegar a ser capaz de mamar por sí mismo, los esfuerzos llevados a cabo posibilitaron que en una sesión realizada cuando mi hijo contaba ya con más de un mes de vida, sorpresiva y repentinamente, comenzara a mamar. Lo recuerdo como algo sereno, dulce y agradable, que me dejó atónita por la sensación de naturalidad con la que se inició, como si nada de todo lo anterior hubiera ocurrido, como si ése fuera el verdadero principio. Regresamos a casa expectantes, con la duda de si habría sido una suerte casual o si realmente estábamos en el camino correcto hacia el establecimiento de la lactancia materna. Durante los siguientes días el niño continuó realizando todas las tomas en el pecho, aunque con pezonera, sin ningún problema. Además de poder disfrutar del contacto tan especial que nos proporcionaba el amamantar, dejar de sacarme leche me supuso un gran alivio y una sensación de libertad.
Sin embargo, cuando parecía que ya iba todo rodado, volvieron a complicarse las cosas. La confluencia de varios factores fortuitos (cansancio acumulado, alta demanda del bebé que pasaba largas horas en el pecho, acontecimientos familiares que no había tenido tiempo ni espacio emocional para comenzar a elaborar, el niño tuvo un catarro, a mí me extrajeron una muela…) me llevó a una situación de crisis en la que me sentía incapaz de continuar amamantando a mi hijo y no dejaba de verle ventajas a la lactancia artificial. A todo ello se unía, que el niño había cambiado drásticamente desde que había recibido el alta, pasando de ser un “bebé hospitalario”, adormecido y poco demandante, a ser un bebé normal y, aunque el cambio era evidentemente positivo, suponía para nosotros un nuevo esfuerzo de ajuste y adaptación. El estrés que sufría provocó en mí una drástica disminución de la producción de leche, dificultad para tolerar el llanto del bebé, imposibilidad para acomodarme a su nivel de demanda y, consiguientemente, un gran sentimiento de culpa y angustia. Por suerte, conté nuevamente con el apoyo de la Liga de la Leche y de mi pareja, lo que permitió establecer un plan de acción que me proporcionó el descanso que necesitaba mientras el niño volvía a tomar la leche en jeringa de mano de su padre. Pero si algo hizo que me decantara por continuar amamantando, fue el intenso empeño del bebé, que en los ratos que pasábamos “piel con piel” y a pesar de tener el estómago lleno, lograba trepar por sus medios hasta el pecho y mamar, demostrándome la inmensa importancia emocional que tenía para ambos.
durmiendo junto al pecho
A partir de aquel crítico fin de semana, realmente todo fue más fácil y agradable. Creo que necesité ese momento de parar-sentir-pensar, para comprender realmente lo que significaba la lactancia materna para nosotros, todo lo que abarcaba, cómo debíamos llevarla a cabo y la satisfacción que nos podía proporcionar. Supuso una decisión de dejarse llevar por lo instintivo, más allá de ideas preconcebidas y presiones sociales, que posibilitó que en los meses posteriores no sólo la lactancia, sino la crianza y la organización familiar fueran mejorando. En cuanto a aspectos prácticos, retiramos las pezoneras progresivamente, nos hicimos con una bandolera que me permitía llevar en todo momento a mí bebé conmigo y que realizara las tomas con acomodo a su necesidad con una naturalidad que nos resultaba cómoda y funcional, optamos abiertamente por el colecho con total convencimiento y conciencia de ello, etc.
Aunque desde la distancia se han mitigado y difuminado las sensaciones de cansancio, hastío, desmoralización, etc. (escribo siete meses después) y “dos meses y medio” no suena a mucho, este proceso descrito en pocos párrafos nos resultó largo y duro. Lo que más nítidamente recuerdo es el tener que sacarme leche cada dos o tres horas, tanto de día como de noche, como algo agotador y que me quitaba tiempo para interactuar con mi bebé cuando éste comenzó a estar más espabilado. Pero probablemente lo peor de todo era el desconocimiento, la inseguridad, la incertidumbre, la indefensión y la extraña sensación de no estar haciendo lo que el cuerpo te pide y la intuición te dicta. Considero que desde instancias médicas, aunque exista y se transmita la importancia de la lactancia materna, no siempre se destinan los apoyos necesarios para que ésta pueda llegar a buen término, e incluso se generan sentimientos de desajuste y culpa que desgastan los recursos personales de las madres en lugar de fortalecerlos. En mi caso concreto, estoy segura de que hubiera tirado la toalla de no ser por el sostén incondicional de mi pareja y por la ayuda que la Liga de la Leche nos proporcionó, no sólo a nivel práctico e instrumental, sino mediante el contagioso entusiasmo y optimismo que nos transmitieron y, paradójicamente, mediante la comprensión que en todo momento mostraron ante la posibilidad de que desistiéramos.
¿Ha merecido la pena tanto esfuerzo? Rotundamente sí. Más allá de los indudables beneficios para la salud de ambos (especialmente relevantes en el caso de los bebés prematuros), la lactancia materna ha supuesto una forma de mimar y proteger el vínculo afectivo entre mi hijo, mi pareja y yo; una vía de reparación del impacto derivado de un nacimiento traumático y una separación forzosa. Además, superadas las dificultades iniciales, se ha convertido en algo divertido, agradable, placentero, cómodo, práctico y facilitador de la crianza a todos los niveles. Aunque pueda parecerlo, no tengo la sensación de haber realizado un sacrificio, sino de haber hecho una inversión de energía que se ha visto recompensada con creces.
Aunque ha tardado en hacerlo, ahora mi hijo me mira fijamente mientras mama, reflejando mi imagen en sus ojos y viéndose reflejado en los míos. A veces incluso me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa mientras su padre nos observa embelesado: “pero qué bonitos sois”. Sé que los niños pueden criarse con leche de fórmula sin problemas, que entre todas las cosas que suceden en la vida puede que la opción de lactancia resulte poco relevante en el futuro, que uno no sufre ningún daño directo por no haber sido amamantado… Pero también sé que no concibo la crianza de mi hijo sin el pecho y que para nosotros estos meses no hubieran sido lo mismo con un biberón de por medio.